En la sencilla y casi sagrada labor de "releer" entre líneas viejas fotos en blanco y negro, amarillentas o manchadas de carmín, rubricadas con dedicatorias que no son grandilocuentes, sino de una humildad verdadera y conmovedora, el hoy me ha traído el ayer de una infancia feliz y en el lapsus casi onírico de traerlo hoy también salva de nuevo y reiteradamente, como siempre, un día nefasto de los que quieres que ponga fin el sol con otro punto y aparte detrás de la séptima colina o que cruce la negra Estigia sin Caronte: pagaría yo mismo el pasaje.
La memoria es el equipaje (a veces, incómodo) de esos viajeros, que aun tomando la experiencia por ciencia en un alarde de gurú de tres al cuarto, siempre cabe en algún hueco todavía otro dolor, otra decepción, otro yerro que coleccionar entre la camisa azul mal doblada y la corbata que nos regaló tu madre no recuerdas ya cuándo. No obstante, la memoria también es el paraíso perdido: las almas lo buscan (o lo encuentran) después de un café bien cargado y entre estación y estación, bajo el reino de un instante desolado, cuando el suburbano te empuja en dirección a un infierno que no has elegido. Lo verás tal vez en la mirada de la mujer que tienes delante y sonríe sin esfuerzo enervando con una levedad inesperada el masetero superior, así que te regala un campo de flores inhalantes y dos manzanas del árbol de la ciencia... Lo verás también en la imagen sepia del abrazo de una madre o un hermano o el del padre congelado en el tiempo, pero extrañamente vivo. Los muertos también nos visitan por última vez y susurran en voz baja: "no pierdas un minuto más y ama lo que sea, pero ama. Ama la vida", mientras toman la última copa antes de adentrarse en lo desconocido. Les dirás adiós sin recelo, sin más qué decir, con el amor de quien sabe su valor. Debes saber que sucumben a la Gran Serenidad y no les incomoda que les quieras o no les quieras; debes saber que siempre perdonan y son perdonados.
Nihil Scitur