Dejé ya hace tiempo de contemplar el arte como una disciplina repleta de reglas y normas. Es propio de nuestro tiempo que nuestra mirada sea más receptiva y sin prejuicios en el acto crítico de mirar el arte. Incluso, como tal es mi caso, cuando miro sólo me concentro en el acto de comunicacion entre artista, obra y receptor de mensajes, sensaciones, sugerencias, empatías, descubrimientos, etc. Hasta en ocasiones [o siempre] desaparece la importancia y el nombre del autor y prevalece solamente la obra en sí misma, verdaderamente qué más da quién la produjo. No es suficiente el me gusta o no me gusta, o qué malo es el santo pecador que hizo eso; sino el qué me dice, cuál es su intención o la moraleja, o qué siento o me enseña cuando contemplo la obra que tengo delante, no porque me la haya puesto delante un académico, sino porque me ha detenido la obra misma por alguna razón seductoramente con fuerza entre tantas otras obras para que la mire sin saber el porqué. No es baladí que hay quien cree que el arte es una vía de conocimiento espiritual, o hasta religioso... La vía atea de los que buscan en la realidad una respuesta u otros bienes no materiales y trascendencias.
Tengo claro que a mí me importan poco las reglas del arte o el dinero que haya costado, y mucho menos las opiniones que tengan de la obra otros y algunos tarugos que sentencian porque creen saber más que nadie o, como dice el cantar machadiano, "que saben porque no beben el vino de las tabernas".
Es verdad. Dejé ya de criticar como buena o mala una obra, eso no va conmigo, eso ya no interesa más que por ejemplo: a artistas megalómanos, autistas y envidiosos de otros por el éxito dinerario y comercial que tuvieran. Por cierto, que ese hecho está fuera de la obra ni le toca tangencialmente y no debería pesar en absoluto, ya sabemos que el mercado trata el arte como trata a los individuos humanos: como meras mercancías, cosas susceptibles de plusvalías y otras miserias y cosificaciones. Delante de una obra lo mejor es callar y mirar o escucharla: y que nos dejen en paz los parlanchines y sus ruidos cerebrales.
Hay personas que me dicen algo o nada, lo mismo que las obras de arte: eso es esencial. Sólo me importa lo que me dicen, o me comunican en un determinado momento: en la hora de la verdad. Sin palabras o con ellas. Como en todo, esa misteriosa conexión entre emisor, obra y receptor es lo más relevante para mí, ya que los códigos se pueden aprender o pueden sufrir con el tiempo y los cambios o pueden sustituirse o hay demasiados y confusos.
El arte puede estar donde menos lo esperes, y no necesariamente en un museo o una galería de arte, y en otros muchos etcéteras. Sólo hay que y debemos estar atentos, prestar la máxima atención a todo lo que acontece a nuestro alrededor, poseer una mirada que no pierda detalle, y un buen oído para escuchar lo que los objetos [o sujetos] nos dicen y afinar el arpa del corazón por si pasa un ángel o una brisa poco corriente, independientemente de si se considera obra de arte o no por los sesudos y bien nutridos académicos u otros maniáticos de la élite...
Nihil Scitur