La Bitácora Del Filósofo Errante - Filosofía a deshoras. Diario Filósofico y Rebelde | Daniel Espín.

El Que Contempla Este Mundo Como Un Océano Sin Sentido, Fragmentario Y Efímero En La Era De La Náusea Bajo El Signo De Un Dios, Que Es, Inútil.

Nihil Scitur

jueves, octubre 12, 2006

LA NIEBLA EN LOS CANALES [o contra la peste de la guerra. Cuento negro...]

"El género humano se asemeja a un tropel de viajeros que van en un buque; unos están a popa, otros a proa, varios en la cala y en la sentina. El buque hace agua por todos lados; el huracán es continuo; miserables pasajeros que seremos sumergidos, ¿es preciso que en vez de darnos los socorros necesarios para endulzar nuestra situación, la hagamos más horrible? ... Es menester que trabajen todos en calafatear el buque, y que cada uno, al asegurar la vida de su vecino por algunos momentos, asegure la suya; pero empiezan a disputar y perecen." Voltaire, Tratado de la tolerancia.


No sé. No sé si, tal vez, todos los días son iguales, como los hijos espurios que continuará pariendo la niebla al amanecer. No sé si, tal vez, habrá un lugar en el mundo donde el reflejo de las cosas en los estanques sea nítido: porque estos canales, donde no corre el agua ni se renueva, son tan opacos como la muerte. Aunque me detengo, y los miro; o penetro en el movimiento de las ondas y participo de su fruición demoníaca; no, no conceden la gracia de revelarse. No: de los canales sólo emergen los cuerpos inertes que la peste se ha cobrado en tributo a su ferocidad: flotan sin rumbo, o en el rumbo hacia el infierno; desde aquí ya escucho sus desmedidas arcadas, o el lamento doliente de los condenados. Los hambrientos son una legión informe, sombría que va recorriendo, encenagando los últimos relámpagos de luz, rebañando migajas y desperdicios. Las campanas resuenan como látigos, tan cerca que, parece, tira a tira me despellejaran, y sobrevuelan los canales anunciando un juicio final que no acaba; dan las horas que nos quedan, dan y doblan. En estos tiempos la incertidumbre, como una bruma fría, húmeda e impenetrable hurga en los corazones de los mortales.

Se mueve la barca, como una estéril balsa de náufragos medusinos que parece, que me transporta; pero no incide la mirada más que un palmo en el vientre de la tiniebla. El canal es tan estrecho que roza el flanco de la embarcación con la orilla: escucho el golpetear de muro y paquebote, que parece quebrarse, luego el largo, elástico deslizamiento que chirría; aguardo, retengo la respiración en la espera de hundirme hasta que acaba esta berrea o estridente llamada del abismo; mas otra vez navego. Sí, creo que a veces me asalta el vómito a la boca, que estoy también infectado, así espero como los otros en este abandono, ese beso de hielo hacia el alba, cuando el cierzo corte como un bisturí.

Porque es primavera y sólo percibo, sin embargo, el perfume de las hojas muertas, como un otoño en el bosque descompuesto en un amasijo sin nombre, ya cosa, alfombrando el suelo; un hedor penetrante, que impregna el alma; un velo, ligeramente vaselinado, que lo mezcla todo, como esta niebla, como el humo de las hogueras que centellean, amenazan con incendiar Venecia. Sus llamas son afiladas como largos brazos que dan un pastoso barniz de sangre y pinceladas toscas, enaltecidas que purifican una ciudad fantasmagórica ya, apenas, reconocible, desfigurada y crepitan, y a ellas, cruentas e indolentes, se entregan en el delirio los mártires que espeluznantemente vociferan. Es una bruma irreal que por los resquicios de la heridas duele en la médula de los huesos; es una fiebre y me revienta en un lamento callado; una desesperanza como extrañamente ajena, como la de otro al otro lado de las aguas, sumergido: advierto su pantomima, se ahoga, ya que un nudo le aprieta en la garganta; sólo genera burbujas y, en las burbujas, silencio. Entonces tumultuosamente relampagueando me recorre un pánico por la espalda, un presagio preñado de electricidad; chapoteo, huyo; la barca continúa su trayectoria inverosímil; huyo, me ahuyenta un no sé qué de hastío y desconsuelo. Ya devastados se han borrado los senderos o los carcome la nada; en mitad a ninguna parte, auscultando el aire emponzoñado, en algún lugar de este ciego reino sólo hallo voces rotas y, de a poco, unas y otras se relegan, se van perdiendo, lejanas y diminutas, en el fragor de otros ruidos. Las palabras se despojan de sus límites arquitectónicos convertidas, ahora, en fieras desgarraduras; ya parecen ruidos deformes y los gestos, muecas sin sentido, involuntarios. Las palabras brotan como supuran las bubas podridas de los apestados: de pronto, como una hemorragia umbrosa; ya no dirigen nuestros pasos como bujías que alumbran el temblor de una revelación.

Sé que el reloj del torreón cohabita con la locura, y sus jadeos burlones se me adhieren a la piel como aceite hirviendo. Se balancea en la orilla una guadaña que se refleja en el agua estancada de los canales, tan cerca que hiela su aliento de acero templado; se detiene en mí una mirada vacía y hueca en un rostro óvalo sin rasgos, sin nombre: es una gigantesca mantis sutil e inmóvil recreándose en el insecto al que va a dar caza, espera el oportuno instante y en veloz zarpazo lo atrapa, despacio lo devora, aún, vivo en lenta agonía. No me muevo y casi ni respiro; nada parece moverse, sólo las luciérnagas a lo lejos, y las candelas de los puentes que danzan en secreto gozo y sordamente sobre el semblante de las aguas. «No te muevas», murmuro: «quizá te ignore. He de parecer muerto en mímesis con el aire, que no corre. Ni siquiera pienses: produce, también, un hilillo sonoro que te delataría. Me apago como se apaga una postrera vela; se consume gota a gota y ya no siento el escozor de la quemadura; voy apagándome y todo es distante, la penumbra es algodonosa en la catedral y a la altura de las crucerías navegan, o vuelan unas cigüeñuelas blancas que abandonan una estela quebradiza, ingrávida en el aire, así me ensordece su molicie; refulge un resplandor: Laura elevada aparece, junto al frontal catedralicio en la mandorla del pantócrator, tenue como una epifanía o una fugitiva cazadora; sonora, como un laberíntico bosque poderosamente aventado... Otros aleteos, otras aves se despliegan, rellenan el espacio frío, y lo satura el martilleo de los picotazos en las columnas, en la bóveda devolviendo el vacío un terrible eco que, al choque contra las cristalerías multicolores, rotas estallan en pedazos; y se derrumba, piedra a piedra, la catedral; se desploman las imágenes sacras y se esparcen sus restos en un estampido; mientras murmuro su nombre, Laura se deshace. «¡Responde!». Nadie, nada responde, salvo un gruñido en el altar escurriendo su fosca voz como una serpiente por las losetas satinadas de mármol de Ferrara. Mientras caen los bloques de piedra, retumban y levantan una nebulosa de polvo: es niebla, y sabe amarga como el sudor salando las heridas. Parece que el cielo anunciara su caída inmediata sobre la tierra, porque ya no se sostiene: Venecia es un clamor de escombros caer, y las candelas del puente se dirigen a mí y me rodean las luciérnagas casi devorándome los ojos. No. Son, sí... las candelas chasqueando de una muchedumbre que se acerca en una barcaza, una enorme sombra sin rostro que da a luz la niebla; me levantan, me zarandean; no puedo moverme, y los brazos pesan como muertos; no puedo articular palabra que les indicara que estoy vivo. De la barcaza transfieren mi cuerpo inerme a un carretón; noto el trastabillar de las ruedas de madera sobre el adoquinado, y las pisadas del caballo que, a duras penas, arrastra esa carga apocalíptica. A mi lado otros cadáveres, también, se retuercen como colas de lagartija recién cortadas; y en este viaje incierto, recodo a recodo del camino, crece la pila de bultos sórdidos impidiendo moverme, ahogando este anhelo último de evasión. «¡Estoy vivo!». El carruaje avanza y, en su infinito avance, parece que hablara, o es el fragor de las ruedas rezongando. Reniegan los condenados, se agitan y suplican clemencia, arrastrando sus despojos y fragmentos en una saturnal desenfrenada, tal vez, celebrando el triunfo de la muerte. Se agolpan; me recubre el peso de una montaña, es detritus y me inmoviliza: casi sin resuello, ahora la esperanza irrespirable es un harapo que no abriga y ya no sirven los remiendos a última hora. Intento zafarme de esta hedionda vorágine que me traga, estiro los brazos en un esfuerzo imaginario y, despegando los labios como cosidos, intento el grito; pero no brota, y ya el fuego me abraza con sus puntiagudas espinas en el vórtice de este dolor indefinible, me envuelven las llamas...

Nihil Scitur.

Enlázalo, si quieres... Escrito por Daniel Espín @ A las 21:12 horas... La Bitácora Del Filósofo Errante.

La Bitácora Del Filósofo Errante. Filosofía a deshoras. Diario Filósofico y Rebelde.  ]





§ COLOFÓN

Este mammotrectus comenzóse a publicar en las calendas de noviembre,
día de todos los santos, año de 2003, desde la muy noble
e ilustre villa y capital de los
Carpetanos.

Copyright © 2003-2023, Daniel Espín.

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Aquí tenéis, en canto y alma, al hombre
aquel que amó, vivió, murió por dentro
y un buen día bajó a la calle: entonces
comprendió: y rompió todos sus versos.
[...]
Yo doy todos mis versos por un hombre
en paz...”
Blas de Otero,
Pido la paz y la palabra.
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