Un reloj se detiene si no se le diera cuerda, si le faltara batería. Dejaría de dar las horas, y es irónico que el mismo Tiempo se detenga en “la hora cierta”. En tal o cual hora: es triste contemplar un reloj parado, que expira. Se convierte en uno de esos relojes fláccidos de Dalí colgados de un árbol. El Tiempo cesa, no tendría la importancia que le otorgamos. Ni siquiera el Espacio, como redentor, podría negociar una tregua. Se me hace inquietante que, si quisieras, esas habituales coordenadas se romperían en mil pedazos. Parece mentira: si estoy en ninguna parte, si no tengo edad ni hay pasado ni futuro [el presente es otro huidizo hurón], si no hay tiempo ni espacio: ¿Qué soy?
Esa estrella que adivinamos que aún existe por su luz que recoge nuestra retina, como agua bendita, es lo que fue, ya no está, no obstante, Es. Es un galimatías que entiendo no tenga lugar ni sentido alguno en el diario sentir de cada cual. Para qué, sin duda. Existen otras urgencias de las que ocuparnos. Para qué meternos en este laberinto sin Ariadna. Aunque sí podría ser un reto. Un desafío. Un triunfo sobre la muerte. Colocaríamos a la Vida en un largo e infinito hilo (ora invisible, otrora aparentemente discontinuo) en círculo tocándose principio y fin, Alfa y Omega. La muerte sólo sería la muerte del Ego, del miedo a la muerte. Esa sombra que nos persigue como una no destronable pesadilla. Ese espectro que sólo es el espejo de nuestros miedos y el hermano de nuestros defectos.
La energía es una y única e infinita cuerda; el resto somos los nudos que aparecerían (y desaparecerían) en su trayectoria circular y tantos como incontables. Los mandala, laberintos y rosetones románicos representan la imagen de esa intuición. ¿Qué son esas partículas subatómicas en los intersticios del corazón, en lo más ínfimo y pequeño, en lo más íntimo de nuestro ser? Es luz. Ondas y corpúsculos. Quantos de energía. La de aquella cuerda de incomensurables proporciones. El hecho de saber que pertenecemos a ese cordel deshace de alguna manera el nudo gordiano, suavemente, sin cortarlo; libera; y resuelve el pesado enigma del laberinto que somos...
En mitad del bosque, a veces, juego a identificar los sonidos singulares del murmullo general, esa energía difusa y potente: el viento percutiendo dulcemente las hojas de los árboles, el sisear del río con el croar de las ranas atardeciendo, el aleteo de los patos salvajes cuando inician el vuelo en cónclave, mis humildes pasos contra la tierra húmeda o el borrajear sobre mi libreta estas palabras misteriosamente escritas. Y aun si entrenas así el oído con el tiempo tal vez escuches sonidos más sutiles o abstracciones mayores o menores; sin embargo, todos esos sonidos asombrosos no se pueden desgajar del gran murmullo de complejas e imposibles armonías. Es decir, el silencio, en este sentido, no existe (sí, por el contrario, el silencio del Ruido, que podrías conjurar fuera del mundanal). La música de la energía fluye... Luego, la muerte ¿no existe? No puedo concebir que el universo entero deje de sonorizarse irradiando, ni aun agotado, el milagro de la vida en la forma que se le antoje...
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[NOTA. Aunque lo parezca, debo aclarar que esto no es un cantata pseudoreligiosa, pues, el que escribe es un ateo convencido e irredimible y a quien todo lo religioso le parece sospechoso. No. No quiero dar la sensación de que monto ilusiones (palabra que nunca mastico), ni dar falsas esperanzas, ni crear expectativas, ni, asimismo, tampoco quiero secar el río a los crédulos sedientos. Con las susodichas reflexiones tan sólo intento, desde mis límites acotados, entrar en el átomo, en la energía tan descomunal que genera y esparce el universo y comprenderla o, al menos, saber percibirla en los dedos (porque eso, intuyo, es la mitad de una verdad, si se usa para hacer algo de provecho y positivo: contra la actitud general de este mundo enfermo que es un despropósito); y de esta manera, también, superar el onanismo narcisista de la especie humana, que por ser el rey de la selva, es el más diminuto y ridículo en el orbe. La Torre herida por el rayo.]
Nihil Scitur