Es el presente, del que sólo podemos tener verdaderamente constancia; mas el testimonio (escrito y firmado en el aire por volátiles notarios) dura un instante. ¿Cuánto es la duración de un instante? ¿Puede medirse? Es tal vez el que va desgranándose, y se lo lleva a cuestas aquel borriquillo de molino harinero a medida que sale de la piedra que lo muele. Muy poco después (apenas notes su invisible peso, el peso de los días) serán sacos de harina que no contienen más que las maldiciones de Sísifo o los últimos estertores del tísico Jean Vigo.
Dices que es pan para mañana, pero qué es el futuro. No es más que un horizonte sin línea que además se difumina en una vastedad sin nombre y, oh malditas parcas, el pasado es una ficción pegada a la piel como el sudor que brota después del trabajo ya finalizado, y se deshace en una suerte de gestos, detalles y palabras como señales de humo (en mitad de una seca y desangelada Historia que anda casi lejos de nosotros y de la que tampoco podemos zafarnos). Contempla esas señales grisáceas en su indiferente ascensión y posterior difuminado hasta una muerte segura, duran no más que un instante. Intenta cazarlas: en un parpadeo, desaparecen... A la vista está que lo que vivimos, el tiempo de “vivir” (en infinitivo, porque le da el mayor énfasis en su máxima intensidad de presente) no sé adonde va a parar y, si desemboca, en qué océano; no sé qué río se lo lleva, dice Heráclito que nunca es el mismo..
Estas palabras que ahora lees, o que lo intentas (te agradezco esa cortesía), ahora existen. Son la materia luminosa de aquellas estrellas que se colapsaron hace millones de años luz y ahora te vienen a visitar en forma de miríadas de luciérnagas en el sueño de una noche de verano. Un día se olvidarán en un baúl que también perecerá bajo las leyes del tiempo, nada es inmortal (por fortuna). Un día serán pura indefinición... como aquellas estrellas una vez parturientas y vivas y ahora cadáver y pálidamente estériles.
Es ahora tiempo de vivir, y no desfallezcas: carpe diem.
Nihil Scitur